Detente un poco y escúchame. No tengo el prodigio que te pueda conferir una señal, o atribuir que después de leer este apartado podrás ampararte más a la razón que a tus propios criterios, pero quisiera que nuestra conciencia encuentre una similitud en ajustarnos a una nueva verdad.
Había una vez, dos hombres que habían sido testigos de un evento que les causaba una angustiosa confusión, que engendraba en ellos el vértigo entre creer y no creer. El mismo Cristo los llamó “tardos de corazón” en reproche a su incredulidad (Lucas 24:25). Seguramente desde niños habían sido instruidos en las enseñanzas judías que se referían a los acontecimientos escritos donde se declaraba que era necesario que el Cristo padeciese, las cosas de El predichas. El evangelio de Lucas, en su capitulo 24:13-35, te relata está situación.
“Yendo y hablando” (v.15)
Aquellos hombres estaban ensimismados en una conversación. No podemos asegurar qué diligencia les hacia caminar esa distancia de sesenta estadios (7.5 Km. aproximadamente), pero era un hecho de que estaban acongojados. Habían pasado unos tres días de que Jesús nazareno había sido condenado a muerte y crucificado. Pocas horas después, unas mujeres habían ido al sepulcro donde fue enterrado y una visión de ángeles les había declarado que él vivía. Este mismo “Jesús nazareno” fue su Señor y Maestro.
“¿Qué pláticas son… y estáis tristes?” (v.17)
Su misma incredulidad, les produjo está tristeza. No habían resuelto en definir la conclusión de esos recientes comentarios. En un momento se acercó a ellos un caminante. Ellos le relataron el tema de su conversación. Pensaban que era un forastero, porque a su juicio, Cleofás, uno de los dos que iban a Emmaús, percibió que ignoraba lo que había sucedido. No era posible que Aquél que era “poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo” fuera el eje de los incidentes que causaban la confusión de la que ellos eran victimas. ¡El que había de redimir a Israel, El que habría de terminar con las opresiones del pueblo, el depositario de las esperanzas de aquellos seguidores! Aquel caminante les trajo a la memoria, junto con una reprensión, las profecías que se referían al Cristo. Y lo necesario e imperativo de que se cumpliesen. (Mateo 5:17)
“Quédate con nosotros” (v.29)
Al fin llegaron a la aldea. Le rogaron que pasara con ellos la noche y compartiera la cena. El caminante tomó el mando de aquel aposento en vista del dominio que tenía del conocimiento de las Escrituras y de las palabras consoladoras que antes había expuesto durante el camino. El tomar el pan sus manos, bendecirlo, comer un poco y abrir sus ojos fue sólo uno. El mismo Señor había estado con ellos.
Concienciemos un poco, esta situación al paralelo de los eventos que pudiéramos vivir como miembros de la comunidad cristiana de la iglesia. ¿No crees que aquellos hombres conocían las Escrituras? Ciertamente y en gran manera. Como cualquier judío, fiel partidario de las enseñanzas hebreas, eran celosos del conocimiento religioso de su época y lugar de origen, Israel. Invertían mucho de su tiempo y meditación a comprender los textos y profecías de las Escrituras. Sin embargo, este conocimiento no había engendrado una verdad sobre su conciencia. Dice la epístola que la letra mata (2 Corintios 3:6). Demostraban saber, pero no sentir. Y por lo general el sentir, demanda siempre una señal. Una señal que induzca a que nuestros ojos se abran.
De cierto modo, nos encontramos, tú y yo, en el sendero hacia la aldea de Emmaús. Mientras vamos a marcha del camino le damos ventaja a la incredulidad. Conocemos y sabemos de las Escrituras y nuestro razonamiento relaciona el contenido de las mismas, comparándolas con las circunstancias que envuelven al mundo y a la Iglesia. Pero la inconstancia está ligada a nuestro temperamento. Creer y no creer, sentir y razonar, medir y evaluar. ¡Cuántos pensamientos logran cobijo en nuestra mente causando confusiones que generan las cosas que acontecen hoy en día! Cuantos y cuales sean, no lo sé. Tú lo sabes.
Ahora, deja que se acerque el Forastero. Su compañía redimirá tu tristeza. Tal vez te reprenda por tu desconfianza, pero lo hará con ese toque de amor que transformará la reprensión en un sabio consejo y en un valioso precepto.
Al comer con Él se te abrirán los ojos. Hará arder tu corazón al mostrarte el diáfano contenido de sus enseñanzas (v.32). Y con el corazón se siente, no se razona. Pero es un sentir amparado con la luz de la verdad. Con la razón se ejercita muchas veces e inconvenientemente, el vano pensar y la insustancial charla. Y si a la razón se le fortalece con desafortunadas circunstancias, entonces se estímula a la tristeza y a la incredulidad y terminarán sumiéndote en la confusión.
Aquellos dos discípulos recorrieron el camino de vuelta en la misma hora a Jerusalén. ¿Qué tono crees que tenía su conversación al regresar? Ya no dudaban de lo que decían aquellas mujeres. Habían sido testigos de la presencia del Señor. Ya no sólo pensaban, ahora también sentían. Y podemos asegurar que desde aquel momento, ese sentir, cambió sus vidas. Su testimonio se amparaba en las enseñanzas que Cristo les recordó por el camino. La señal que inconscientemente demandaban sus sentidos, había sido revelada.
¿No crees tú que el Señor camina con la Iglesia? ¿O que comparte el sendero contigo? Así es, aunque no lo creas. Tal vez nuestros ojos aun no han sido abiertos. En la mente tenemos los ojos de la razón. Pero en el corazón tenemos los ojos del sentir. Y esos son los que toca el Señor. Con esos ojos precisamos ver la señal. Y esta señal es la presencia del mismo Cristo. Su presencia se torna perceptible con la influencia de su Espíritu. (2 Corintios 3:17)
Joven, que tu corazón apetezca siempre la presencia del Señor. Que su voluntad rija el sentido de tus pensamientos. Y que el testimonio del Evangelio que ha sido depositado en ti se albergue en la verdad que te ha sido revelada. Que lo que el Señor hizo o haga contigo, lo haga también con otros. Como lo hizo con aquellos discípulos.
Cuántas veces se va a repetir esta historia en la Iglesia, no lo sé. Pero si te toca vivirla, entonces te dejo un trabajo por hacer. La conclusión de la misma te la encargo a ti. ¡Si, a ti! Deja que descanse un poco el razonar, trata de sentir. El Señor te ayudará e inspirará, de eso no hay duda. Que me ayude a mí también. A todos.
Escribir, cuando la tinta te otorgue el sentir de hacerlo, te dicta, al mismo tiempo cuando debe parar el relato. Ahora escribe tú. Escribe con tus hechos, mostrándonos tu pensamiento dominante. Solo resta decirte…
“No somos lo que hablamos, sino el Espíritu de nuestro Padre el que habla en nosotros”
Mateo 10:20
José Luis Navarrete Solórzano.
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