El Perdón Una Experiencia de Paz

El perdón es la capacidad del ser humano de pasar por alto las ofensas que hayan sido ocasionadas, desde luego, por otro humano, es decir, el prójimo (Lucas 10:29-37). Definir el perdón así de escueto, parecería que es sólo accionar una palanca, pero desafortunadamente el efecto de otorgar el perdón es todo un ejercicio de uso de conciencia y fe cristiana que pretende con ello hacernos el más grande regalo que Cristo pueda brindar y es la paz en nuestro interior, por eso sólo Él que sabe perdonar, sabe lo que implica y lógicamente entiende que si no se tiene dicha comprensión, resulta casi imposible de accionar, sin embargo, cuando se desarrolla con el ejercicio constante, su activación puede ser casi automática.

El perdón en la Biblia

Nuestro prójimo puede ser muchas veces nuestro padre, hermano, esposa o esposo, hijo o alguien quizá muy cercano a nosotros consanguíneamente. Existe en la Biblia el relato a manera de parábola conocido como “el hijo pródigo”. En él se menciona a un padre muy rico que tenía dos hijos, a los cuales tenía sobre toda su hacienda. El menor se describe como un hijo difícil de conducir, rebelde y contumaz. Seguramente a él le aburría el hecho de estar sujeto a las órdenes de su padre, como llegar por la noche a determinada hora, tener ciertos deberes en la casa de su padre, etc.

Un buen día tomó la decisión de hablar con su padre y le dijo: Padre el día que tú faltes finalmente me habrás de dar lo que me corresponde de la hacienda como hijo tuyo, no veo la razón de esperarme a que tú faltes para que esto se lleve a cabo. Dame pues ahora la parte que me corresponde y déjame hacer según me convenga.

Imagino a ese padre con el rostro ensombrecido por la preocupación de la naturaleza de su hijo. Seguramente trató de hacerlo entrar en razón, pero sin éxito alguno. Finalmente decidió hacer según la solicitud de su hijo. El hijo se fue sintiendo al fin, libre del yugo paterno y los primeros días, quizá meses, el joven no resistió, porque su herencia era tal que le permitía comer, beber y ponerse esplendido con los amigos, porque seguro estaba rodeado de ellos, pero sin tener ingreso alguno, por muy grande que sea una fortuna y llevando sobre todo una vida licenciosa, un día todo eso iba a terminar.

Ese día llegó. Sin dinero, amigos y oportunidades, me pregunto: ¿Qué podría sentir ese joven en ese estado tan lamentable, con hambre, con necesidad de un techo y de una ropa con qué cubrirse? Contra su voluntad empezó a buscar empleo y cuál sería su sorpresa que como en su casa era hijo consentido, no aprendió nunca a hacer nada, así que de todos lados era rechazado, pero finalmente su necesidad le llevó a aceptar un trabajo que consistía en darle mantenimiento a un ato de cerdos.

Se entiende que su salario no alcanzaba ni para comer porque el relato refiere que cuando llevaba las barricas llenas de alimento para los cerdos, tenía tanta necesidad que se le antojaba la comida de esos animales, pero no podía sustraer nada de esa porción porque seguramente estaba vigilado.

Por las noches cuando cansado llegaba al final de su jornada, pensaba en ese padre, que sin tocarse el corazón un día abandonó con el desplante de señor digno todo. Y recordaba que en la hacienda de su padre el más humilde de sus trabajadores comía con esplendidez. Ensayó así unas palabras que diría a aquel que fuera su padre: “Padre he pecado contra el cielo y contra ti, no soy digno de ser llamado tu hijo, vengo porque quiero que me trates como a uno de tus jornaleros...”

¿Cuántas veces pensó hacer esto? No lo sé, pero lo que sí es seguro, es que cuando al fin tomó valor para llevar a cabo esta determinación era porque estaba totalmente humillado. Y así emprendió el camino a su casa. En ella, el padre que le había visto irse, siempre albergaba en su corazón que aquél hijo regresase un día y después de infinidad de atardeceres, seguramente iba a descansar con lágrimas en los ojos porque no regresaba.

Pero una tarde al extender su vista a la distancia, sintió un vuelco en su entraña porque reconoció, no el vestir ni la postura del hijo perdido, sino su andar… era el hijo. Se levantó y fue a su encuentro. Cuando llegó hasta él, el hijo intentó proferir las palabras tan ensayadas pero no pudo hacerlo porque se fundieron en un abrazo, que sobre todo por parte del padre estaba lleno de perdón y de olvido de todas aquellas ofensas que había recibido de su hijo, aunque el hijo se encontraba lleno de arrepentimiento genuino (Lucas 15:11-27).

Este relato nos muestra lo que es realmente el perdón, es olvidar completamente todo motivo de ofensa que haya sido capaz de dividir una amistad o relación personal y restituirla como si no hubiera pasado nada. Es muy fácil decirlo o aconsejarlo, pero sólo el que ha transitado por este sendero sabe lo difícil que resulta hacerlo, sin embargo, conoce también la inmensa satisfacción que se obtiene en el interior al otorgar la disculpa. El perdón, olvidándolo todo, es como tener la conciencia de un niño, y si no, basta con observarlos. Puede que en un momento dado se enemisten por una simpleza, pero observaremos también que antes que acabe el día ellos se encuentran amistados como si nada hubiera pasado y por ello es que es envidiable la manera en que un niño duerme.

El superlativo de la humildad: 70 veces siete.

En una ocasión se le acercó el apóstol Pedro al Señor Jesucristo y le preguntó: ¿Cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús dijo: No te digo hasta siete, sino aún hasta setenta veces siete.

Si damos énfasis espiritual, el número siete es el número de la perfección, en hebreo el número siete es “cheva” que a su vez proviene de la raíz “sebah” que significa, lleno, estar satisfecho, tener suficiente. De tal manera que Dios en su inmensa perfección acabó su obra en el séptimo día, dando a entender que no le hacía falta nada, que todo era perfección. Entonces cuando el Señor Jesús le dice a Pedro “No solo siete, sino hasta setenta veces siete”, se estaba refiriendo hasta que tu obra sea perfecta, es decir las veces que te ofendieren son las veces tendrás que perdonar, es decir setenta veces siete se extiende hasta el infinito. El mismo Señor Jesucristo dijo: “Sed pues vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” Mateo 5:48.

Cuando se prospera en el arte de perdonar una de las manifestaciones más hermosas de haber otorgado el perdón, es saber que está más cerca de la complejidad humana, y por lo tanto, uno se hace más comprensivo y humilde al conocer las razones de una situación determinada. Y no obstante la ofensa recibida, quizá podamos sentirnos mal por un momento, pero cuando se pide el refuerzo de Dios y de nuestro Señor para ser fortalecidos (Filipenses 4:13), entonces somos inundados de una calidez humana que es muy cercana a lo divino y viene un hermoso descanso cuando soltamos ese sentimiento maligno del rencor, enojo o venganza. Y es como si escucháramos del mismo Señor Jesucristo aquellas dulces palabras: “La paz os dejo, mi paz os doy: no como el mundo la da, yo os la doy. No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo.” Juan 14:27.

El sacrificio de Jesús, máxima muestra del perdón

El más grande ejemplo que tenemos como un hermoso legado de fe, es nuestro Señor Jesucristo. Cuando lanzamos una mirada al registro histórico de cuando nuestro Maestro estuvo entre los hombres, nos es casi imposible comprender, cómo nuestro Señor pudo soportar tanto. Él siempre tuvo cuidado del enfermo, necesitado, hambriento, y nunca hizo distinción entre razas o posiciones sociales. Siempre tuvo una sonrisa, una mano cálida y una voz consoladora, alentadora para todo el que lo necesitaba.

Creo que en correspondencia, la humanidad de aquel entonces, debía sentirse agradecida por estas divinas manifestaciones. Pero no obstante que Él sembraba el bien, tal parece que su cosecha fuera odio, rencor, venganza y la misma muerte. Cómo poder tener tal capacidad de perdón, cuando después de haber sido injuriado, golpeado, escupido, burlado, escarnecido, colgado de una cruz, que cuando tuvo sed, para mitigarla le ofrecieron vinagre. ¿De qué estaba hecho este ser que no obstante de todas estas ofensas en sus últimas palabras dijo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen…”? (Lucas 23:34) Se necesita de verdad tener suficiente capacidad de amar para comprender el género humano y poder perdonar a todo aquel que ofende. La humildad, fue una de sus más grandes cualidades y siempre la recomendó como medio para obtener la paz y descanso en nuestras almas (Mateo 11:29).

La paz, consecuencia del perdón

Hoy es muy común padecer de malestares aparentemente de orden físico, estrés, migrañas, diabetes, úlceras, etc. Y siempre lo atribuimos a lo que ingerimos y a nuestro acelerado ritmo de vida actual; nos da cierto consuelo saberlo de esta manera. No digo que no haya cierta razón en este tipo de razonamiento. Pero la verdad es que nuestra conciencia se ha venido encalleciendo de tal manera, que somos cada vez más insensibles, pero en nuestro interior se va acumulando cierta carga emocional, que acaba por destruirnos manifestándose en este tipo de malestares antes mencionados.

El Perdón es tan necesario, incluso para perdonarnos a nosotros mismos. Hay un verso de uno de nuestros antiguos cantos que dice: “Contigo, con el prójimo, conmigo, quede antes de dormir reconciliado.” Qué verdad tan manifiesta es ésta. Muchas veces creemos que cuando ofendemos a alguien, el tiempo lo curará en su transcurso, y para acallar el malestar inmediato de nuestra conciencia, prendemos el televisor, vamos a un centro recreativo o buscamos alguna actividad que nos distraiga de esa incómoda sensación.

La palabra de Dios dice: “Mucha paz tienen los que aman tu ley y no hay para ellos tropiezo” Salmos 119:165, también dice: “…amad a vuestros enemigos…” Mateo 5:44. Si aún perdonarnos a nosotros mismos resulta difícil, cuanto más no lo será perdonar a nuestro enemigo al grado de llegar a amarlo. Parece descabellado este razonamiento, pero no lo es. Veladamente se encuentra en el ejercicio del perdón, la más grande felicidad al saber que no se le debe nada a nadie, y este simple sentimiento nos da una amplia satisfacción del deber cumplido, pero más que eso es disfrutar de la calma, de la paz que viene como consecuencia de dar sinceramente al perdón a quien nos ofende.

El Señor Jesucristo plasmó este difícil razonamiento en estas palabras: “Estas cosas os he hablado, para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción: más confiad yo he vencido al mundo.” Juan 16:33.

Ministro Abraham Santos Jiménez
Chilpancingo, Guerrero

No hay comentarios: