El Bautismo ¡La Mejor Decisión!

Cuando el Señor Jesucristo comenzó la predicación del evangelio, sus palabras fueron: “Arrepentíos y creed al evangelio.” Marcos 1:15. Lo primero que alguien puede preguntarse es ¿Arrepentimiento? ¿De qué? Efectivamente, la mayoría de los seres humanos pensamos que “no somos malos”, porque no nos metemos con nadie o porque desde nuestra perspectiva hay muchas cosas que no las juzgamos como malas. La Palabra de Dios así lo manifiesta en Proverbios 16:2 cuando dice: “Todos los caminos del hombre son limpios en su opinión, más Jehová pesa los espíritus.”

Considero que lo anterior queda más claro cuando lo comparamos a la situación de aquella persona que dice ver bien y cree no necesitar lentes. Sí, un porcentaje muy alto de los que usan lentes así lo manifestaron en su momento, pero resulta que al acudir a un diagnóstico optométrico, se percatan que no es así. Dicen que ven bien ¡porque no ven mejor!

Así sucede cuando se desconoce la verdadera voluntad de Dios, decimos que somos buenos porque hasta entonces no sabemos qué es ser realmente buenos.

En una de las últimas ocasiones que Jesús habló a sus discípulos les recordó que si Él “No hubiera venido y les hubiera mostrado obras cual ninguno otro había hecho, no habrían tenido pecado, pero como ya las habían visto, ya no tenían excusa.” Juan 15:22, 24. Precisamente eso, las buenas obras que vino a manifestar nuestro Señor Jesucristo, son el punto de comparación para saber si realmente nosotros somos buenos como creemos. En Juan 5:42 el mismo Jesús también les dice que conocía que no tenían el amor de Dios en ellos, pues sus obras lo manifestaban así.

Así es, al conocer la voluntad de Dios tenemos ya la medida para poder saber si nuestra vida con sus hechos, es aceptable delante de Él. Su palabra dice que hasta antes del diluvio, el Señor ya había puesto en balanza el comportamiento de los seres humanos, y su conclusión fue que “Todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal.” Génesis 6:5,6, cosa que causó el hecho de que Dios se arrepintiera de haber creado al ser humano.

La maldad es algo que ha sido parte de la naturaleza del ser humano desde el momento que éste desobedeció al mandato de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal (Génesis 2:17). Vemos pues, cómo el hombre, a pesar de conocer el bien, su inclinación natural es hacia el mal. Así es como se cumple la Palabra de Dios cuando el apóstol Pablo dice que “El pecado entró al mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, y la muerte así pasó a todos los hombres, pues que todos pecaron.” Romanos 5:12.

De esta manera es como el sello de muerte eterna (por motivo del pecado y la maldad) pasó como un cáncer a todos los seres humanos, pues todos compartimos la misma naturaleza terrenal, y sabemos que la paga del pecado es muerte (Romanos 6:23; Proverbios 11:19).

En el momento que nos percatamos de la situación que guarda nuestra vida delante de Dios es cuando comprendemos aquello de lo que hemos de arrepentirnos. Sí, un arrepentimiento verdadero. Dicho acto es aquel que manifiesta un verdadero dolor por haber ofendido tanto tiempo a Dios en nuestro tiempo de ignorancia (2ª Corintios 7:10). El dolor que obra un arrepentimiento para salud o salvación. “Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios.” Romanos 3:23.

Por lo anterior, es que el Señor Jesucristo pedía arrepentimiento, pues sabía que al no tener el amor de Dios en ellos, continuarían en sus malas obras. Sabemos que aquel que realmente tiene el amor de Dios en él, no piensa el mal -y por ende no obra el mal- (1ª Corintios 13:5).

Gracias a Dios, no todo está perdido, ahora sabemos que Dios nos muestra su amor, pues “Siendo gratuitamente justificados por su gracia, por la redención que es en Cristo Jesús” (Romanos 3:24), ahora podemos tomar la gran e inigualable oportunidad de recibir lo que Dios nos ofrece, ya que “En ningún otro hay salud; porque no hay otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.” Romanos 4:12.

Es así, como aquel etíope, eunuco, una vez que hubo comprendido aquella palabra que leía en Isaías 53, se refería al sacrificio, que por lo pecados del mundo se había ofrecido el Señor Jesús, aceptó dicho sacrificio y a Jesús como su redentor, como aquel que había pagado la deuda que implicaba su libertad de la muerte. Su decisión fue inmediata, en cuanto vio agua pidió ser bautizado. La pregunta –de vital importancia- no se hizo esperar ¿Crees de todo corazón? Su respuesta fue firme: “…Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios” Hechos 8:36,37. Así se lo dictó su corazón. Esto es lo que define la decisión de aceptar el bautismo.

Durante mucho tiempo ha sucedido que se acepta el bautismo por darle gusto al esposo o esposa, a los padres, a la novia o novio, o inclusive, al mismo pastor de la Iglesia. El hecho es que esta decisión debe ser movida y motivada por nuestra propia convicción, debemos desearlo, sentirlo, anhelarlo… Recuerdo un relato donde un anciano sabio de un poblado lejano vivía, a él acudió un joven pidiéndole que le mostrara a Dios. El anciano lo llevó a un río y estando allí, lo arrojó al río; el joven -que no sabía nadar-, se esmeraba en salir y salvarse. Cuando lo vio casi perdido, el anciano mismo lo sacó y le preguntó qué era lo que había sentido. El joven le dijo que su deseo más grande era poder respirar para poder vivir, a lo que el anciano le dijo: cuando tu necesidad de Dios sea tan grande como la de respirar y la de vivir… entonces conocerás a Dios. Así es, querido lector, nuestro arrepentimiento, necesidad de perdón y cambio de vida debe ser tan fuerte como lo que acabamos de leer.

Lo que indudablemente sigue, y que va íntimamente ligado con ello es lo que preguntó el mismo Apóstol Pablo en su encuentro con el Hijo de Dios… ¿qué quieres que haga? (Hechos 9:6). La respuesta a su pregunta fue lo que motivó un cambio diametralmente opuesto en su vida, el cambio de perseguidor a proclamador del evangelio. El apóstol tuvo la certeza de que, quien le había hablado, era el mismo Hijo de Dios. A ello se debe que no dudara en realizar el mencionado cambio.

Suele suceder que una vez que nos bautizamos creemos que hemos cumplido con el requisito para poder heredar el reino de Dios, pero no es así. A Ananías se le dijo que dicho hombre sería instrumento para llevar el nombre de Jesús en presencia de los gentiles (Hechos 9:15). Obviamente para poder proclamar a Jesús es necesario cumplir con el requisito que dictó Él mismo: “Enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado…” Mateo 28:20, aprender el evangelio.

Sí, joven lector, cada uno de nosotros también tenemos que convertirnos en predicadores del evangelio, ya que debemos dar de gracia, lo que recibimos de gracia.

Al aceptar el bautismo, estamos aceptando delante de Dios que sepultaremos o enterraremos a aquel viejo hombre de nuestro interior que está viciado con los deseos, la maldad y la concupiscencia del mundo, ya que “Somos sepultados juntamente con él a muerte con el bautismo, para que como Cristo resucitó de los muertos, por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en novedad de vida... Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado con él, para que el cuerpo del pecado sea desecho...” Romanos 6:4,6.

Dios, mediante el bautismo, nos ofrece el perdón de nuestros pecados (Hechos 2:38). Qué bello es pensar que a partir de ese momento podremos liberarnos de esa carga tan grande que durante mucho tiempo hemos tenido que traer a cuestas sobre nuestros hombros.

El mismo verso permite entender que además del perdón de nuestros pecados tendremos el don del Espíritu Santo. Dicho don será necesario para poder comprender el camino y la voluntad de Dios, pues el apóstol Pablo nos lo recuerda diciéndonos que: “…Dios nos lo reveló a nosotros por el Espíritu, porque el Espíritu todo lo escudriña, aún lo profundo de Dios.” (1ª Corintios 2:10).

Cuando nos detenemos a pensar un poco acerca de la edad en la cual podemos hacer este pacto con Dios, tenemos que acudir a lo que la palabra de Dios nos enseña. Lucas, el médico amado, refiere que Cristo comenzaba a ser como de treinta años (Lucas 3:21-23) cuando recibió el bautismo. Esto, de alguna manera nos dicta que el bautismo es para aquellas personas que ya son plenamente conscientes de sus actos, personas con una cierta madurez de pensamiento. La misma Palabra nos muestra que cuando el Apóstol Pablo recibió el bautismo ya era una persona grande.

La Palabra de Dios no nos muestra ningún caso del bautismo de algún niño. Tampoco debemos confundir la presentación que se hizo del Señor Jesucristo en el Templo con su bautismo, ya que su presentación se debió al cumplimiento de lo que dictaba la ley mosaica referente a los varones que abrían matriz. De otra manera ¿Por qué su bautismo hasta la edad de más o menos 30 años?

En este y en muchos sentidos más, Cristo es nuestro ejemplo a seguir. Cuando cenó la última noche con sus discípulos les recordó algo muy importante; lo que les había mostrado, debían aprenderlo para repetirlo “Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis.” Juan 13:15. El Apóstol de los gentiles también así lo refiere cuando dice: “Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo.” 1ª de Corintios 11:1. Él, así como Cristo, también había recibido el bautismo.

Al decidir cambiar nuestra vida, recibir el bautismo y con ello el don del Espíritu Santo, debemos dejarnos guiar por éste y estar seguros que este Espíritu nos conducirá a toda verdad y a toda buena obra delante de Dios. La anterior, es una de las partes más importantes en nuestra nueva vida, pues ya con el sólo arrepentimiento podemos estar dispuestos a dejar nuestras malas costumbres y errores pasados. Pero cuando recibimos el bautismo y con éste, el don del Espíritu Santo, estaremos preparados para ocuparnos de las cosas (u obras) del espíritu (Romanos 8:5). Dichas obras son las que el Apóstol de los gentiles menciona a los Gálatas: caridad, gozo, paz, tolerancia, benignidad bondad, fe, mansedumbre y templanza (Gálatas 5:22,23).

Cuando recibimos el Espíritu Santo, dentro de nosotros se comienza a gestar una nueva persona, que ahora es guiada y motivada por el espíritu de Dios a realizar las obras de Dios. “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.” 2ª de Corintios 5:17. Aquí, nuevamente podemos relatar el ejemplo de Jesús, ya que sus palabras así lo manifestaron: “…porque yo, lo que a él agrada, hago siempre.” Juan 8:29. Por eso decimos que el bautismo es un pacto con Dios, pues ahora seremos sus siervos, ya nunca más, del mundo.

En una ocasión el Señor Jesús fue cuestionado de la siguiente manera: “¿Qué haremos para que obremos las obras de Dios? A lo cual él respondió que debían creer en el hecho que Dios lo había enviado (Juan 6:28, 29) Sí, el que cree en el Señor Jesucristo, acepta el bautismo; pues implica la remisión o el perdón de los pecados.

Con este acto, se confirma la fe en aquel que murió una sola vez para pagar el rescate de muchos (Mateo 20:28), en el Hijo de Dios que resucitó y venció a la muerte.

Cristo ha prometido vida eterna para todo aquel que cree en él y que será resucitado en el día de su venida (Juan 6:40) ¡Qué bello! ¿No le parece así? ¿Quién de nosotros no se ha sentido con ganas de vivir para siempre? Obvio, sin problemas ni angustias y demás contrariedades. Bien, hoy es el día, joven hermano y estimado lector, no lo pienses más, decídete a aceptar a Cristo y su bautismo, y por ello tendrás sus bendiciones. La decisión es sólo tuya. “Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones…” Hebreos 3:7,8. Recuerda que esta vida es pasajera. Acude al Señor, abre tu corazón y dile como aquel leproso, que tenía la plena seguridad que el Hijo de Dios lo podía curar: “Señor, si quieres, puedes limpiarme.” Lucas 5:12. Si eso es lo que deseas con todas las fuerzas de tu ser, seguramente el Señor lo hará.



Diácono Hubert Medina Román
Tulpetlac, Estado de México

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